Memorias de una pulga by Anónimo

Memorias de una pulga by Anónimo

autor:Anónimo [Anónimo]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Erótico
editor: ePubLibre
publicado: 1876-06-11T16:00:00+00:00


Capítulo VIII

BELLA SEGUÍA PROPORCIONÁNDOME EL MÁS delicioso de los alimentos. Sus juveniles miembros nunca echaron de menos las sangrías carmesí provocadas por mis piquetes, los que, muy a pesar mío, me veía obligada a dar para obtener mi sustento. Determiné, por consiguiente, continuar con ella, no obstante que, a decir verdad, su conducta en los últimos tiempos había devenido discutible y ligeramente irregular.

Una cosa manifiestamente cierta era que había perdido todo sentido de la delicadeza y del recato propio de una doncella, y vivía sólo para dar satisfacción a sus deleites sexuales.

Pronto pudo verse que la jovencita no había desperdiciado ninguna de las instrucciones que se le dieron sobre la parte que tenía que desempeñar en la conspiración urdida. Ahora me propongo relatar en qué forma desempeñó su papel.

No tardó mucho en encontrarse Bella en la mansión del señor Delmont, y tal vez por azar, o quizás más bien porque así lo había preparado aquel respetable ciudadano, a solas con él.

El señor Delmont advirtió su oportunidad y cual inteligente general, se dispuso al asalto. Se encontró con que su linda compañera, o estaba en el limbo en cuanto a sus intenciones, o estaba bien dispuesta a alentarlas.

El señor Delmont había ya colocado sus brazos en torno a la cintura de Bella y, como por accidente la suave mano derecha de ésta comprimía ya bajo su nerviosa palma el varonil miembro de él.

Lo que Bella podía palpar puso de manifiesto la violencia de su emoción. Un espasmo recorrió el duro objeto de referencia a todo lo largo, y Bella no dejó de experimentar otro similar de placer sensual.

El enamorado señor Delmont la atrajo suavemente hacia sí, y abrazó su cuerpo complaciente. Rápidamente estampó un cálido beso en su mejilla y le susurró palabras halagüeñas para apartar su atención de sus maniobras. Intentó algo más: frotó la mano de Bella sobre el duro objeto, lo que le permitió a la jovencita advertir que la excitación podría ser demasiado rápida.

Bella se atuvo estrictamente a su papel en todo momento: era una muchacha inocente y recatada.

El señor Delmont, alentado por la falta de resistencia de parte de su joven amiga, dio otros pasos todavía más decididos. Su inquieta mano vagó por entre los ligeros vestidos de Bella, y acarició sus complacientes pantorrillas. Luego, de repente, al tiempo que besaba con verdadera pasión sus rojos labios, pasó sus temblorosos dedos por debajo para tentar su rollizo muslo.

Bella lo rechazó. En cualquier otro momento se hubiera acostado sobre sus espaldas y le hubiera permitido hacer lo peor, pero recordaba la lección, y desempeñó su papel perfectamente.

—¡Oh, qué atrevimiento el de usted! —gritó la jovencita—. ¡Qué groserías son éstas! ¡No puedo permitírselas! Mi tío dice que no debo consentir que nadie me toque ahí. En todo caso nunca antes de…

Bella dudó, se detuvo, y su rostro adquirió una expresión boba.

El señor Delmont era tan curioso como enamoradizo.

—¿Antes de qué, Bella?

—¡Oh, no debo explicárselo! No debí decir nada al respecto. Sólo sus rudos modales me lo han hecho olvidar.



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